domingo, 4 de octubre de 2015

Vi al sol ocultarse y luego explotar el horizonte durante un periodo de tiempo infinito.
Vi al cielo teñirse de rojo sangre y lo sentí llorar y golpear al suelo con rocas y hielo.
Hoy el cielo es otro niño que no comprende.
Lo observé resquebrajarse, hacerse de cortes afilados de negrura infinita.
Al caer la noche, ya no había más cielo.
Crecí acostumbrada a esa ausencia.
Crecí siendo creyente que todos veían el mismo paisaje.
Un puñado de astillas de vidrio gravitando, muy, muy lejos de nosotros.
Y a veces brillaban en cuanto todo se tornaba oscuro, y al salir a la calle uno creía en la promesa de algo que duraría toda una vida.
Pero yo vi al cielo romperse una vez.
Excepto que no recuerdo por qué.

Vi personas atolondradas caminando bajo una pintura de luces de neón.
Ninguno levanto la vista, ni siquiera una vez.
Escuché sirenas sonando y algunos ladearon la cabeza en mi dirección.
Las luces de neón revistieron cada recoveco de alma.
Como si estuviese desnuda.
Pero no había nada que brillase demasiado como para llamar la atención de alguien.
Así que siguieron caminando.

A veces las astillas se alinean y proyectan figuras.
A veces puedo sentir que me incitan a levantar la vista para mostrarme el pasado.
Otras veces, creo distinguir dibujos de lugares en donde mi cuerpo se siente en paz, y mi mente descansa durante unos instantes.
A veces esas figuras me traen pesadillas. Y me aparto de la ventana y me encuentro enfrentando una realidad donde nada brilla demasiado.
Casi siempre elijo el cielo. Aunque este roto.

En otros momentos, lo veo teñirse de colores.
Algunas semanas son colores de calor y fuego.
Y mi pecho se inflama y siento mi piel erigirse en un plumaje que me promete eternidad y sabiduría.
No dura demasiado, y de todas maneras, aun puedo ver las cicatrices del cielo.
Y la oscuridad sigue siendo más magnética que el brillo.
De a ratos, las sombras oscilan en débiles colores que me recuerdan a un arcoíris, o a lo que solía serlo.
Otras veces puedo jurar que viejos retazos de vidrio caen hasta el suelo.
Una lluvia de polvo suave que pintan edificios y personas y los hacen brillar durante un rato.
Me gusta ver el brillo en mi cuerpo, durante un rato.

Un día decidí alejarme de la ventana.
Cerré las cortinas y aparté mi cerebro del cielo roto y el vidrio iridiscente.
Y no pensé demasiado en las hendiduras negras, que cada día se apartaban más.
Y apagué el teléfono, y cerré la puerta e hice oídos sordos a cualquier voz que no fuese mi consciencia.
Ignoré durante un tiempo las paredes a mí alrededor.
E ignoré todo lo que pude aunque no sabía muy bien qué tenía ignorar.
Ignoré durante un periodo infinito de tiempo.
Y luego las paredes comenzaron a resquebrajarse.
Como piezas de un rompecabezas que alguien decidió desmontar.
Espere que el techo me aplastase, pero este no era más que escombros gravitatorios.
Y no brillaban.

Salí del cuadrado destrozado y de nuevo me encomendé al cielo.
Quise fingir que veía lo que los demás.
Aunque esta vez era más oscuridad que restos de astillas.
Así que me senté y con una pinza quise alivianar mi pecho de los trozos de vidrio atorados que pinchaban mi garganta y mi estómago, y mis huesos.
Pero la lluvia llegó y era imposible buscar refugio.
Y el vidrio me cortó la piel y allí se ubicó, tapando agujeros vacíos de mi carne con leves toques de luminiscencia.

Entonces intenté arreglar el cielo.
Trepé hasta lo alto de una montaña, y me encontré con el límite.
Y vi de cerca las astillas y no eran más que pequeñas piezas de rompecabezas que podían encajarse la una con la otra.
Tome una pieza, y luego otra, y luego otra.
Por un periodo infinito de tiempo.
De reojo noté que no era la única que deseaba arreglar el cielo.
Otras personas que no brillaban estaban ahí.
Nadie hablaba y todos fingimos que no nos veíamos.
Pero continuamos arreglando al cielo.
Al principio cada unión se dejaba ver con una marca rojiza.
A veces más fuerte, dependiendo de lo que costase pegarlas.
Y a veces no se veían, eran estas piezas que anhelaban volver a tocarse.

En varios puntos del globo veíamos al cielo en su lenta reconstrucción.
Trajimos escaleras según nos íbamos alejando del suelo.
Otros no precisaban de nada más que sus manos y sus pies y se prendían con delicadeza y escalaban del otro lado. A algunos les tomaba más tiempo, a otros, apenas les podías recordar a medida que reparaban su cielo y desaparecían.
Yo me tomé mi tiempo.
A veces me costaba trabajo alcanzar algunas piezas, y estas luego no deseaban encajar en su lugar. Algunas piezas estaban carcomidas en los bordes. Otras partidas, otras simplemente parecían inalcanzables.
En algún momento, frustrada, decido apartarme un instante y me siento en el suelo.
Las piernas cruzadas, el corazón molesto.
El cielo estaba cerca de finalizarse.
Mi parte aun no tenía remedio.

Una voz a mis espaldas me señala.
Me mira, a pesar de no brillar y me habla.
Señala los trozos de vidrio incrustados en mi piel y luego señala al cielo.
Vuelvo a levantarme.
Comienzo a quitar los trozos más pequeños, los que apenas se sienten y comienzo a reparar las piezas rotas.
Los fragmentos más grandes cuestan más. Son los que hieren mi garganta, mi pecho y mis brazos.
También son los que generan mayores cicatrices al desprenderse.
Por un periodo de tiempo infinito soy solo yo, desarmando mis piezas y reconstruyéndolas en el cielo.

De algún modo dolía menos.

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