Vi
al sol ocultarse y luego explotar el horizonte durante un periodo de tiempo
infinito.
Vi
al cielo teñirse de rojo sangre y lo sentí llorar y golpear al suelo con rocas
y hielo.
Hoy
el cielo es otro niño que no comprende.
Lo
observé resquebrajarse, hacerse de cortes afilados de negrura infinita.
Al
caer la noche, ya no había más cielo.
Crecí
acostumbrada a esa ausencia.
Crecí
siendo creyente que todos veían el mismo paisaje.
Un
puñado de astillas de vidrio gravitando, muy, muy lejos de nosotros.
Y
a veces brillaban en cuanto todo se tornaba oscuro, y al salir a la calle uno
creía en la promesa de algo que duraría toda una vida.
Pero
yo vi al cielo romperse una vez.
Excepto
que no recuerdo por qué.
Vi
personas atolondradas caminando bajo una pintura de luces de neón.
Ninguno
levanto la vista, ni siquiera una vez.
Escuché
sirenas sonando y algunos ladearon la cabeza en mi dirección.
Las
luces de neón revistieron cada recoveco de alma.
Como
si estuviese desnuda.
Pero
no había nada que brillase demasiado como para llamar la atención de alguien.
Así
que siguieron caminando.
A
veces las astillas se alinean y proyectan figuras.
A
veces puedo sentir que me incitan a levantar la vista para mostrarme el pasado.
Otras
veces, creo distinguir dibujos de lugares en donde mi cuerpo se siente en paz,
y mi mente descansa durante unos instantes.
A
veces esas figuras me traen pesadillas. Y me aparto de la ventana y me
encuentro enfrentando una realidad donde nada brilla demasiado.
Casi
siempre elijo el cielo. Aunque este roto.
En
otros momentos, lo veo teñirse de colores.
Algunas
semanas son colores de calor y fuego.
Y
mi pecho se inflama y siento mi piel erigirse en un plumaje que me promete
eternidad y sabiduría.
No
dura demasiado, y de todas maneras, aun puedo ver las cicatrices del cielo.
Y
la oscuridad sigue siendo más magnética que el brillo.
De
a ratos, las sombras oscilan en débiles colores que me recuerdan a un arcoíris,
o a lo que solía serlo.
Otras
veces puedo jurar que viejos retazos de vidrio caen hasta el suelo.
Una
lluvia de polvo suave que pintan edificios y personas y los hacen brillar
durante un rato.
Me
gusta ver el brillo en mi cuerpo, durante un rato.
Un
día decidí alejarme de la ventana.
Cerré
las cortinas y aparté mi cerebro del cielo roto y el vidrio iridiscente.
Y
no pensé demasiado en las hendiduras negras, que cada día se apartaban más.
Y
apagué el teléfono, y cerré la puerta e hice oídos sordos a cualquier voz que
no fuese mi consciencia.
Ignoré
durante un tiempo las paredes a mí alrededor.
E
ignoré todo lo que pude aunque no sabía muy bien qué tenía ignorar.
Ignoré
durante un periodo infinito de tiempo.
Y
luego las paredes comenzaron a resquebrajarse.
Como
piezas de un rompecabezas que alguien decidió desmontar.
Espere
que el techo me aplastase, pero este no era más que escombros gravitatorios.
Y
no brillaban.
Salí
del cuadrado destrozado y de nuevo me encomendé al cielo.
Quise
fingir que veía lo que los demás.
Aunque
esta vez era más oscuridad que restos de astillas.
Así
que me senté y con una pinza quise alivianar mi pecho de los trozos de vidrio
atorados que pinchaban mi garganta y mi estómago, y mis huesos.
Pero
la lluvia llegó y era imposible buscar refugio.
Y
el vidrio me cortó la piel y allí se ubicó, tapando agujeros vacíos de mi carne
con leves toques de luminiscencia.
Entonces
intenté arreglar el cielo.
Trepé
hasta lo alto de una montaña, y me encontré con el límite.
Y
vi de cerca las astillas y no eran más que pequeñas piezas de rompecabezas que
podían encajarse la una con la otra.
Tome
una pieza, y luego otra, y luego otra.
Por
un periodo infinito de tiempo.
De
reojo noté que no era la única que deseaba arreglar el cielo.
Otras
personas que no brillaban estaban ahí.
Nadie
hablaba y todos fingimos que no nos veíamos.
Pero
continuamos arreglando al cielo.
Al
principio cada unión se dejaba ver con una marca rojiza.
A
veces más fuerte, dependiendo de lo que costase pegarlas.
Y
a veces no se veían, eran estas piezas que anhelaban volver a tocarse.
En
varios puntos del globo veíamos al cielo en su lenta reconstrucción.
Trajimos
escaleras según nos íbamos alejando del suelo.
Otros
no precisaban de nada más que sus manos y sus pies y se prendían con delicadeza
y escalaban del otro lado. A algunos les tomaba más tiempo, a otros, apenas les
podías recordar a medida que reparaban su cielo y desaparecían.
Yo
me tomé mi tiempo.
A
veces me costaba trabajo alcanzar algunas piezas, y estas luego no deseaban
encajar en su lugar. Algunas piezas estaban carcomidas en los bordes. Otras partidas,
otras simplemente parecían inalcanzables.
En
algún momento, frustrada, decido apartarme un instante y me siento en el suelo.
Las
piernas cruzadas, el corazón molesto.
El
cielo estaba cerca de finalizarse.
Mi
parte aun no tenía remedio.
Una
voz a mis espaldas me señala.
Me
mira, a pesar de no brillar y me habla.
Señala
los trozos de vidrio incrustados en mi piel y luego señala al cielo.
Vuelvo
a levantarme.
Comienzo
a quitar los trozos más pequeños, los que apenas se sienten y comienzo a
reparar las piezas rotas.
Los
fragmentos más grandes cuestan más. Son los que hieren mi garganta, mi pecho y
mis brazos.
También
son los que generan mayores cicatrices al desprenderse.
Por
un periodo de tiempo infinito soy solo yo, desarmando mis piezas y reconstruyéndolas
en el cielo.
De
algún modo dolía menos.